SOLEDAD SONORA


Si el primer domingo de Cuaresma nos invitaba a ir al desierto a enfrentarnos con nuestras propias tentaciones a imagen de las de Jesús, este segundo domingo se nos invita a subir a la montaña del Tabor para contemplar a Cristo transfigurado y resplandeciente.
 
Desierto y Montaña son en la Biblia lugares privilegiados de encuentro con Dios. En ambos espacios, que son primeramente interiores, no hay apenas estorbos, ni distracciones, sólo hay silencio, inmensidad, infinitud. Tampoco hay muchos apoyos ni compañía. Así se impide la huida. En el desierto y la montaña Dios habla al corazón, lejos del ruido de la gran ciudad que nos impide entrar en nosotros mismos. Allí no hay escapatoria ni excusas. No hay otra música que el silbido del viento, ni más luz que la de las estrellas. Allí sentimos el peso de la soledad ante Dios, y la verdad de nosotros mismos.
 
Pero nunca una soledad sola ni angustiosa. Es la soledad sonora que hablaba el poeta, la soledad habitada por la plenitud del verdadero Amor. Y necesitamos tanto este encuentro en lo profundo con el Amor de Dios. Porque la vida humana y cristiana no es sólo lucha contra la tentación, dureza del camino y del desierto. Es también vivencia gozosa de una Presencia luminosa. La fe cristiana no es sólo una moral, es también vivencia mística, vital, contagiosa. Sin esta vivencia, la fe queda reducida a un conjunto le leyes, o de normas, o se convierte en un puro humanismo sin trascendencia. Necesitamos la montaña del Tabor para seguir caminando y avanzando. El Tabor que son los momentos de oración, los encuentros de Eucaristía, la cercanía de la comunidad, los espacios de silencio y de acogida gratuita.

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